Pisó la lata de Aquarius de refilón y tropezó, cayendo sobre el sillón de forma vaga y tosca. Los muelles chirriaron y sus huesos crujieron por el sorpresivo golpe.
– ¡Joder! - resopló-. Eran ya casi 72 horas sin comer, el vacío en el estómago avanzaba hacia la cabeza, y su cuerpo le empezaba a hablar en un idioma mezcla de inanición y desesperación. Intentó alcanzar la puerta de la cocina pero sus anquilosadas articulaciones eran incapaces de sostener el peso muerto de sus miembros, rémoras de su existencia . Solo quedaba una solución, y lo sabía.
Lloró.
Mientras, sus dientes desgarraban el primero de lo que iba a ser un gran festín de dedos.