lunes, 23 de febrero de 2009

...unamenos...

Aquel señor ahuecaba la almohada de su mujer, que entre tosido y tosido soltaba algún esputo de sangre. Se la veia mal, enteramente al borde de la muerte, y su marcada expresión así lo hacía creer. Boca entreabierta, manos aferrandose a la nada en una tensión interminable, piernas cohibidas por el dolor, y sábanas manchadas de ira. Los ojos mirando al infinito, sin observar nada... Me pregunté que estaría mirando, que es lo que estaría pensando. Quizá lloraba en silencio su cercana partida... No lo sé. Su anciano marido la miraba, lamentando con sus pupilas húmedas la situación de su señora. Le agarraba con fuerza una mano que no podía ni siquiera responderle con calor. Le atusaba el blanco pelo con dulzura, a sabiendas que nunca más podría hacerlo. La sangre escalaba el catéter haciendose dueña del terreno del suero. Un frío repentino me recorrio la espina dorsal. Busqué una mirada de complicidad, alguién que se diese cuenta de lo que ocurría, pero la gente solo miraba por si misma. Me entraron dudas sobre si era un sueño o, mejor dicho, una pesadilla. ¿Nadie la atendía? El ser humano me empezaba a resultar monstruoso. Más.

Me sacó de ese infierno la voz de la celadora:
- ¿Alberto? - Preguntó sin dirigirse a nadie en concreto.
- Si, soy yo. - Exclamé -. Pero... Esa señora está peor, ¿no la atiende nadie?
No hubo respuesta.
Segundos despues me alejaba de la sala en dirección a la consulta, mientras, cada vez más lejos, aquella mujer seguía debatiendose entre la vida y la muerte, e iba haciendose más pequeña. Como su vida.

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